Por José Gómez Nín.
Corría la
década de los años sesenta. Nuestra madre, por su condición de cristiana, le simpatizó
inscribirnos en el Colegio Evangélico Barney N. Morgan, centro preferido por
las mejores familias barahoneras de entonces. Recuerdo el ensañamiento del que
fui victima de parte de un antiguo director de ese centro, que no perdonó que
el suscrito, reaccionando conforme a su edad, se enfrentara a un hijo de ``papi
y mami``, luego que este, graciosamente y de manera intencional, me golpeara
con una pelota de baloncesto. Es lógico observar, que este tipo de personajes,
los hijos de ``papi y mami``, siempre ha existido. Como consecuencia de una sanción
impuesta por la Secretaria de Educación de entonces, recomendada por el
susodicho director, anduve casi todas las academias de enseñanzas de mi pueblo,
con excepción del Colegio Divina Pastora, porque estaba destinado para damas.
La sanción impuesta por dicha institución, por ser ``un joven rebelde``, pudo
haber forjado en mi un carácter similar. En realidad, admito, nunca fui buen
estudiante. Pero la disciplina impuesta en la casa la asimilé desde muy
temprana edad. Los golpes y obstáculos encontrados en el camino, me han
enseñado que en la vida, muchas veces dos más dos no son cuatro. Tampoco todo
es candela en este infierno llamado tierra. Los hombres no
se frustran si no quieren. El hombre se moldea, unas veces para mal y
otras para bien. Dijo Schiller, que el hombre se hace grande o pequeño
según su voluntad.
Por mi actitud rebelde, aún pueril, desde ese mismo colegio me transfirieron a
una escuelita de recuperación que dirigía la maestra JOSEFITA MATOS NIN,
una rígida mujer pariente de mi madre. Ella usaba de ``madrina`` una rama seca
de ``palo de chivo``, la que nos aplomaba de improviso ante la mas mínima
travesura. La escuelita está ubicada en la parte más alta de la ciudad, donde
termina la calle Jaime Mota, y los ranchitos se contaban con los dedos de una
mano. Era una desvencijada casita de tablas de palma con techo de zinc viejo y
tostado por el sol. Tenía poco más de una docena de pupitres, para dos o tres
estudiantes, cada uno, según la necesidad.
En su parte norte tenía un cuartucho donde dormía ``Macorís``, un anciano de
ascendencia haitiana, que, aunque centenario, serenaba y afirmaba
haber sido del séquito Lilisiano; caminaba con mucho orgullo haciendo ruidos
con sus medias botas, a las que colocaba tachuelas, y se ponía un sombrero
de henequén con alas anchas, de los denominados ``pava``. Este individuo,
quien no contaba con familia, era asiduo visitante de la iglesia católica, y,
en su afán de estatus no quería torcerse debido a su edad; inclinando demasiado
su cabeza y torso hacia atrás, lo que le obligaba a doblar sus rodillas al
caminar: ``Yo no me tuerzo no...``, Aducía.
El cambio radical de un colegio de clase media a esta humilde escuelita no me
supo a nada. Me sentía ser, como en realidad soy ahora, de silla y aparejo.
Recuerdo su campana debajo de una mata de tamarindos, la que luego fue cambiada
por un tubo de hierro macizo al que golpeábamos con furia para avisar el recreo
o terminaba la clase. Era un lugar para pobres, donde el olor a ``marifinga``
hecha flatulencias envenenaban literalmente el ambiente. Las necesidades mas
perentorios tenían que realizarse en el montecito que circundaba el local.
``Marifinga``, era la denominación del alimento que los gringos donaron en la revolución
de abril de 1965 y que los dominicanos sin orgullo fueron capaces de aceptar.
Ellos, los gringos, acostumbran a ``ayudar`` con la correa en las manos.
Pasaron veinticinco años cuando me invadió
la nostalgia. Fue al entrar a mi pueblo. Decidí dejar la montura y caminar a
pies por ``Los Blanquizales``, donde encontré un callejón con montes a los
lados y las huellas aún sin borrar de una niñez soñadora, que corría por allí
junto con las espinas y las hojas carnívoras, sin sentir las dobleces de las
piedras de puntas que calientes por el sol maltrataban mis plantas descalzas.
El camino parecía interminable, cuando quizás por lo urgido espantaba los
cerdos cimarrones que buscaban la fruta de anón y el mango verde desperdiciado.
Parecía un túnel en laberinto, cuando después de la ansiada y última curva avisté
un panorama diferente, aunque con una estampa reconocida. Allí estaba aquella
anciana, como mi madre, recostada de uno de los rincones de su nueva escuela;
el gobierno había tomado en cuenta aquel lejano lugar, donde el recuerdo nos
enseña que la vida transcurre y nada más...
Estaba sentada en una silla de guano, recostada, con su vara de ``palo de
chivo`` en la mano derecha, mientras el bullicio de los niños pobres,
uniformados de crema, entonaban con el olor a pizarra, a lápiz, a los cuadernos
llenos y estrujados, al piso bien desinfectado por el pinar y eucalipto
del prado, cuando el batazo a la pelota me retornaba a aquel recreo
maravilloso. Al identificarme, sus ojos se nublaron y nuestros cuerpos se
unieron en un abrazo que parecía de madre e hijo. Ella, con su pelo totalmente
nevado, detuvo por un instante el recreo, no siendo tan necesario, pues ya
curiosos, los escolares nos tenían rodeados con ojos inquisidores: ``Mis hijos,
este es un ``licenciado`` que estudió aquí, en esta escuelita, igual que
ustedes...``, mientras su emoción y la nuestra no tuvieron límites...
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