Sin tierras, con caminos cortados y la invasión de aguas insalubres, los habitantes costeros del Lago Enriquillo se agarran de lo que pueden para sobrevivir. Mientras los científicos tratan de determinar las causas de la crecida y los políticos prometen soluciones que no llegan, miles de familias rezan para que el agua, esta vez, se detenga.
Ramón Antonio Bórquez (50 años) saca cuentas. Saca cuentas porque ha sido comerciante toda una vida, y hoy la balanza se inclina hacia el lado de la resta. Tiene una deuda de más de un millón de pesos de la que no ha podido salir, y que lo acecha como el agua a su negocio.
— Yo creo que el lago puede subir más, porque ponemos marcas todos los días y vemos cómo sube.
La bodega que administra está emplazada en lo que algún día fue costa natural del Lago Enriquillo, y que hoy es un puente o bahía forzada por la resistencia de la mano humana. En ambos costados de la ruta que lleva a Jimaní hacia el mercado haitiano, los comerciantes han movido tierra, piedra y cemento para rellenar lo que el agua se quiere tragar. Los techos de las oficinas gubernamentales, abandonadas ante el peso de la realidad, se divisan en medio del lago.
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