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lunes, 16 de febrero de 2009

La sonrisa de María

Este cuento hace mucho tiempo lo encontré en un diario de circulación nacional, creado por un joven que no conozco personalmente, su nombre es Manuel, me llamo mucho la atención, y con el permiso de el quiero publicarlo por aquí, para que todos los puedan leer.

POR MANUEL MAZA S.J.

María apareció en la esquina de la Rómulo Betancourt con Churchill, tres días después de la Tormenta Noel. Tenía 9 años bien aprovechados.
Vino en bola a la capital en uno de los primeros camiones que pudo salir de Jaquimeyes. Viajó con muchos plátanos verdes, la tormenta los había tumbado. A María la habían arrancado de su mata a destiempo.

No sabía nada de su mamá desde hacía varias semanas.

-María, me salió la residencia. A ti no. Me voy alante a Nueva York. Luego te mando a buscar.
Durante largos meses, María veía a su madre viajar de madrugada a la capital con un sobre amarillo lleno de papeles y esperanzas. Todavía revoloteaban en el rancho muchas palabras raras: acta de nacimiento, buena conducta, aplicación, pasaporte, análisis y un sobre grandote que no se debía doblar.

Primero lloró María por varios días y luego el cielo. El rancho y las palabras se las había llevado el Yaque del Sur. María se salvó, porque se estaba quedando en un alto, con su prima Isabel. Chapoteando por entre el lodo, Isabel la había montado en el camión, para que una tía la cuidase en la capital en lo que los plátanos y la vida volvían a ponerse de pie.

A través de la ventana del camión, le llegó el beso y el “estudia y ayuda a Rosa.”
Y así fue como conocí a María. De mañana estudiaba, de tarde llegaba con unas mujeres haitianas en un camión de los Alcarrizos. Las iba regando por los semáforos. Por eso, Pirulo, el limpia vidrios, la bautizó “la haitianita”. María vendía rosas. Yo vendía tarjetas para teléfonos. En unos días le cogí cariño, me recordaba a mi niña. El George me la mató en San Juan. Ahora sería una señorita de 18.

Bajo un sol castigador la enseñé a adivinar los candidatos a compradores en las caras de la gente; a no acercarse mucho a ninguna ventana, y hasta le prestaba mi cachucha anaranjada, porque al sol de la tarde le gusta freír a todos los vendedores en el sartén de la calle. En Junio dura más y vendo tarjetas hasta las siete y media, ahora, en Diciembre, ya a las seis recojo y me voy en la OMSA de Los Ríos.

Sólo tuve que darle un boche una vez: -María, no sigas vendiendo rosas con el semáforo en verde. Si alguien te arrolla, no se va a parar a ver qué le pasó a la niña de las rosas. Con la verde, la gente sólo piensa en cruzar. ¡Déjalos seguir! Con la roja, tu les vendes, culebreando, apuraíta entre los carros, siempre brujuleando el semáforo para salirte de en medio. Ni tú ni tus rosas le interesan a los que cruzan.

¡Tu Yaque de Jaquimeyes es manso al lado de estos choferes!
En mes y medio, María había hecho muchas amistades, y eso que nunca la había visto sonreír, ni ella a mí. Fue así cómo otros niños la invitaron a caminar, Churchill abajo, hasta una casota con un letrero: Centro Alberto Hurtado. Dizque allí estaban dando unas camisetas.

-María, cuídate al cruzar la Sarasota. Ven pronto, hoy es 24, el camión de las haitianas pasa desde que oscurece. Tu tía te tendrá algo por Nochebuena.
Me quedé preocupada. Desde que llegó esa tarde, noté que María estaba nerviosa y se quedaba mirándome a mí y luego a las tarjetas.

El camión se fue con el sol. La esperé y me llevé a María para mi rancho. Presumía, vestida con una camiseta que decía, “Servir-D”.

La vecina nos invitó a compartir la cena. Venía en una caja con la cara de un candidato. ¿Por qué será que todos los políticos sonríen igual?
Partiendo la manzana, la vecina le dijo a María:
-Niña seria y trascendía, ¿qué quieres por Navidad?
-Llamar a mi mamá. Mi tía me dio el teléfono en un papelito, míralo aquí, pero no tengo teléfono ni tarjeta.
-Todo lo dijo sin pararse a respirar como si se estuviera ahogando en un río.
-Yo tengo un celular, me lo dio la Doña de donde trabajo-dijo la vecina.

– Aquí está la tarjeta -añadí con el corazón en la boca. Ya inventaría algún lío para conseguir los cuartos. Empecé a rayar buscando los números para entrárselos al celular.

María fue marcando los once números al pasito, como si fuera una doctora operando un paciente en el Moscoso.

Hubo un silencio en el rancho, en el barrio y en el mundo.
María agarraba el teléfono como si se le fuese a escapar volando.
-¡Mamá!, ¡soy yo, María!
Y luego, otro silencio largo, y después:
-Sí Mamá, y más silencios y más, “Sí, sí Mamá,” mecía sus piernitas en la silla como si fuera un columpio, mientras le iban cayendo las lágrimas por la cara quemada por el sol, que hace esquina con nosotros.

Y luego colgó. Se pasó el bracito por los ojos. Nos miró, y en la cara le amaneció una sonrisa tan linda que hubiera podido parar en seco al Yaque en Jaquimeyes.
Con la sonrisa de María cerca de mi cara quemada, yo volví a sonreír después de nueve años, abrazada a dos niñas.

manuelmaza@pucmm.edu.do

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